En la clase de danza
de mi hija
en un club de barrio
no es un salón de
Primera Clase,
más bien el lugar
donde se despunta el vicio
cultural de la plebe
paredes con pintura
marrón descascarada
humedad y parches de cemento
el sol que invade
por el vidrio sucio
de una ventana rota.
Aquí no abunda el silencio.
Por eso se suspende
la improbable hazaña
de aguzar el oído.
Campanadas de tazas, cubiertos
ventiladores zumbando
música estridente
y tintineo de voces
de todos los aromas
y colores.
No hay lugar para la
postura acartonada.
Aquí se encuentran
en su esplendor
los despojamientos más sinceros,
las iluminaciones de la calle.
Vuelan, mariposas, hasta el tinglado
las risas de unas niñas
que hacen de ellas
lo único que importa.
Y uno que piensa
que ya está grande
para el desenfreno juvenil
agradece
semejante aturdimiento
y convida una mariposa
pequeña, no más que una mueca
para adornar este ruidoso jardín
que trae serenidad.
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