Almorzando en el bulevar,
quebrando un rato las desdichas
de las horas de escritorio.
Siempre con la idea
de que el tiempo me corre
siempre, y claro
si lo traigo conmigo apurado
de la oficina.
Más no ayudan los que a mi lado
pasan raudos, atrasados,
ni los vehículos
que van carrerreándose como
si estuviera por sonar el gong,
mientras trato de tragar sin masticar
un pedazo de
lo que me toca hoy.
Alzo la vista y
dos caminantes
apoyándose el uno al otro
pasean su ancianidad.
Apuran despacio
el tenue bamboleo.
Con la gracia frágil
de quienes guardan las secuelas
de haber visto pasar el siglo, van
y me pregunto si llegarán a donde tienen
antes de que se les acabe la cuerda.
Después pienso
que qué importa, si siempre están
llegando, si ya nos los asusta
esa pila de horas, de años,
el porvenir,
que a mí todavía
me persigue sin descanso.
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